Durante toda su corta vida ella no tuvo ojos sino para Nacho. No conoció ni concibió conocer a nadie más, él era el elegido de su corazón. Nacho era todo.
Nacho, por su parte, parecía sentir igual fascinación por ella y quizás por eso desoía, invariablemente, el canto de las insidiosas sirenas.
Pero siendo que no era ella la única que se rendía a su carisma, a su letal sonrisa y siendo también, como dice el gaucho Martín Fierro, que "no hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte", el otrora galán incólume y probo devino en pérfido traidor.
Despechada, no tardó en entregarse a los brazos de Felipe. "A rey muerto, rey puesto".
Supo entonces que el resentimiento es mal consejero: en su primera pelea comprendió que Felipe nunca daría la talla.
Pensé en decirle que estos sinsabores son parte de la vida, que no hay clavo que saque otro clavo -hoy me levanté refranero, sepan disculparme- sin hacer un agujero más grande, que no conviene tomar decisiones cuando uno está enojado…y al punto recordé el poco caso que hice yo mismo cuando me dieron esos consejos. Entonces solamente le pregunté qué había pasado, más por darle una oportunidad al desahogo que por querer entender el meollo del problema, mucho menos buscar una solución imposible.
Contra todo pronóstico, ella me sorprendió, mostrándome que ya había dado una sabia vuelta de página y que tenía cosas más importantes en que ocuparse:
-Felipe me dijo que soy una urraca, papá. No lo quiero más. Yo lo quiero a Nacho… ¿jugamos a las escondidas?